“...La enfermedad se produce por un conflicto entre nuestra Alma y nuestra personalidad...” Dr. Edward Bach
El Dr. Bach estaba convencido, ya en su época, que la enfermedad era producto de un desequilibrio entre la mente y el aspecto más profundo de nuestro ser. Este sistema basado en vibraciones florales semejantes a las vibraciones emocionales del ser humano, propone un suave método para volver al estado de equilibrio, paz y salud.
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Dra Fabiana Satto
- Dra. Fabiana Satto
- Médico Cirujano-Universidad Nacional del Nordeste (UNNE). Terapeuta Floral: BFRP (Practitioners registrado en la Fundación Bach) Medicina Integrativa.Biodecodificadora. Reiki Master Sistema Tradicional Usui. Conferencista de temas de Autoayuda. Coordinadora Regional de Cursos y Talleres de Costelaciones Familiares y Ordenes del Amor. Otras Herramientas en las que me formé y me nutrieron en estos años de estudios:Homeopatía,PNL, Mediación en conflictos, Inteligencia Emocional, Fitoterapia, Gemoterapia, Radiestesia, Cromoterapia, Eneagrama,Ireca, Feng Shui, Merkaba, Numerología, Calendario Maya, Metafísica, Gnosis, Registros Akashicos.
domingo, noviembre 03, 2013
Flores de Bach para el Puerperio
Si bien cada mujer vive de manera distinta el momento posterior a dar a luz, las Flores de Bach suelen servir para ayudar a transitar el camino de adaptación durante el puerperio.
Dra Fabiana Satto
Médica – Practitioner en Flores de Bach (BFRP)
fabysat@gmail.com
La nota completa en
Flores de Bach para la Autoestima
Lo que vemos y sentimos respecto a nosotros mismos constituye nuestra “autoimagen” que se construye desde que somos pequeños, y tiene que ver con la forma en que nos veían papá y mamá. Las flores de Bach también pueden ayudar a tener una mejor imagen personal.
Por la doctora Fabiana Satto
Médica – Practitioner en Flores de Bach (BFRP)
fabysat@gmail.com
La nota completa en:
lunes, octubre 07, 2013
El Bambú japonés...para reflexionar.
No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego.También es obvio que quien cultiva la tierra no se detiene impaciente frente a la semilla sembrada, y grita con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita sea!
Hay algo muy curioso que sucede con el bambú y que lo transforma en no apto para impacientes:
Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente.
Durante los primeros meses no sucede nada apreciable. En realidad no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto que un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles.
Sin embargo, durante el séptimo año, en un período de sólo seis semanas la planta de bambú crece
¡más de 30metros!
¿Tardó sólo seis semanas crecer?
No, la verdad es que se tomó siete años y seis semanas en desarrollarse.
Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años.
Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas personas tratan de encontrar soluciones rápidas, triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente resultado del crecimiento interno y que éste requiere tiempo.
Quizás por la misma impaciencia, muchos de aquellos que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta.De igual manera es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a situaciones en las que creemos que nada está sucediendo.
Y esto puede ser extremadamente frustrante.
En la Terapia Floral, como cuando se está gestando el bambú, a veces parece que no estuviera pasando nada, pero las vibraciones de las Flores de Bach van produciendo una transformación energética del cuerpo emocional que en algún momento se deja ver en todo su esplendor.
En esos momentos (que todos tenemos), recordar el ciclo de maduración del bambú japonés, y aceptar que en tanto no bajemos los brazos -, ni abandonemos por no “ver” el resultado que esperamos-, si está sucediendo algo dentro nuestro: estamos creciendo, madurando, transformándonos.
Quienes no se dan por vencidos, van gradual e imperceptiblemente hacia estados más sutiles de conciencia y de equilibrio emocional.
El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación.
Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia.
Tiempo… Cómo nos cuestan las esperas, qué poco ejercitamos la paciencia...Impatiens es la flor elegida para tolerar y aceptar los procesos con calma y ritmo adecuado.
Perdemos la fe cuando los resultados no se dan como nosotros imaginábamos...Gentian es la florcita elegida para mejorar los niveles de tolerancia a la frustración y aumentar nuestra FE.
La propuesta es disfrutar el camino, el proceso...más allá de los resultados visible, confiar en que se está gestando siempre un gran cambio desde lo profundo de tu ser. Nada sucede aleatoria-mente, todo tiene un hilo conductor que a veces no podemos ver hasta pasado cierto tiempo.
Si no consigues lo que anhelas, no desesperes…
quizá solo estés creando raíces….
domingo, mayo 12, 2013
Dolor y Sufrimiento
Hay una gran diferencia entre dolor y sufrimiento
El dolor es una emoción primaria, genuina, por pérdida de algo o alguien que es muy querido por la persona. Es muy difícil contactar totalmente con ese dolor, porque fragmenta, desgarra. La psiquis prepara mecanismos de defensa, inconscientes, que nos llevan a evitar la profundidad del dolor. Poder atravesarlo significa "hacer el duelo". Es decir, solo asintiendo, diciendo: "SÍ" a todo lo que fue tal como fue, es que podemos volver a estar en paz y recobrar la alegría de la vida. Si no logramos hacerlo en un tiempo, empezamos a crear emociones secundarias: enojo, resentimiento, negación culpa. El estado de resentimiento, rencor enojo sordo, mascullado, es el que representa a la flor de Willow. Este estado emocional negativo lo vuelve triste, depresivo, taciturno, quejoso, amargado, sufriente. Pone la responsabilidad de todo lo que sucede afuera: en otra persona, en las circunstancias, en el gobierno, en el clima, en el mundo...Esto es el sufrimeinto y puede durar toda la vida.
La Resistencia de Willow a responsabilizarse de su propia vida, es la causa de su amargura, sufrimiento y quejas constantes. No comprenden que somos creadores de nuestra propia realidad, en cuanto a los pensamientos que generamos. No toma el poder de su propia vida, pone el poder fuera de sí, pero no lo sabe. Y se resiste conciente e inconscientemente al proceso de transformación que le dicta su Alma.
Veo en mis pacientes de Terapia Floral que tienen es estado willow y que llevan esa esencia en su frasco de tratamiento, que crean una resistencia aun inconsciente, por ejemplo: se rompe el frasco de flores, se olvidan el próximo turno acordado, se olvidan de tomar las Flores, o aparece alguna excusa por la cual discontinuar el tratamiento, pero siempre cuando llevan willow por 1ra vez aparece la resistencia en mayor o menor grado
La flor de Willow, nos contacta con la capacidad de asentir a los hechos tal como son, sin culpar a nadie, sin enojos, ni resentimientos. Sanando las viejas heridas permite poco a poco a la persona hacerse responsable de su propia vida, tomar el poder del libre albedrío conscientemente y con responsabilidad.
La esencia devuelve una gran paz y alegría!
lunes, abril 15, 2013
"Curese ud Mismo".Titulo original: "Salgamos al sol" de Edward Bach 1930
CÚRESE USTED MISMO. LIBRO I.
UNA EXPLICACIÓN DE LA CAUSA REAL Y
DE LA CURACIÓN DE LA ENFERMEDAD
EDWARD BACH
Dr. en Medicina
Licenciado en Ciencias
Dr. en Filosofía
CAPÍTULO
I
No pretende este libro sugerir que es
innecesario el arte de curar; lejos de nosotros semejante intención; pero sí
esperamos humildemente que sea una guía para quienes sufren, y les ayude a
buscar dentro de sí mismos el origen real de sus enfermedades para que así
puedan ayudarse a curar. Aún más, esperamos que pueda estimular a aquellos,
tanto en la profesión médica como en las órdenes religiosas, que se preocupan
por el bienestar de la humanidad, a redoblar sus esfuerzos para aliviar los
sufrimientos humanos, y de ese modo acelerar el advenimiento del día en que sea
completa la victoria sobre la enfermedad.
La principal razón del fracaso de la
ciencia médica moderna es que trata los resultados pero no las causas. Durante
muchos siglos, la auténtica naturaleza de la enfermedad ha quedado enmascarada
por el materialismo, y así la enfermedad ha tenido todas las oportunidades de
extender sus estragos, puesto que no se han atacado sus orígenes. La situación
es como la de un enemigo poderosamente fortificado en las colinas, enviando
continuas guerrillas por el territorio de alrededor, mientras la gente,
descuidando la guarnición fortificada, se contenta con reparar los daños
causado en las casas y con enterrar a los muertos provocados por los
guerrilleros. Así es, en términos generales, la situación en la medicina
actual: se hace un remiendo en los atacados y se entierra a los degollados, sin
pensar en la verdadera fortaleza.
Nunca se erradicará ni se curará la
enfermedad con los actuales métodos materialistas, por la sencilla razón de que
la enfermedad no es material en su origen. Lo que nosotros conocemos como
enfermedad es el último resultado producido en el cuerpo, el producto final de
fuerzas profundas y duraderas, y aunque el tratamiento material sólo sea
aparentemente eficaz, es un mero alivio temporal si no se suprime la causa real.
La tendencia moderna de la ciencia médica, al interpretar equivocadamente la
verdadera naturaleza de la enfermedad y concentrarla en términos materiales en
el cuerpo físico, ha aumentado enormemente su poder; primero, desviando los
pensamientos de la gente de su auténtico origen y, por ende, el método de
ataque efectivo, y segundo, al localizarla en el cuerpo, disminuyendo un gran
complejo de miedo a la enfermedad que nunca debió existir.
La enfermedad es en esencia el
resultado de un conflicto entre el Alma y la Mente, y no se erradicará a no ser
con un esfuerzo espiritual y mental. Estos esfuerzos, si se llevan a cabo
adecuadamente, con entendimiento, como veremos más adelante, pueden curar y
evitar la enfermedad al eliminar esos factores básicos que son su causa
primaria. Ningún esfuerzo dirigido únicamente al cuerpo puede hacer algo más
que reparar superficialmente el daño, y no hay curación en ello, puesto que la
causa sigue siendo operativa y en cualquier momento puede volver a demostrar su
presencia en otra forma. De hecho, en muchos casos una aparente mejoría resulta
perjudicial, al ocultarla al paciente la auténtica causa de su molestia, y con
la satisfacción de una salud aparentemente mejorada, el factor real, no
descubierto, puede adquirir renovadas fuerzas. Contrastemos estos casos con el
del paciente que sabe, o que recibe luz de un buen médico, cuál es la
naturaleza de las fuerzas adversas espirituales o mentales que actúan, y cuyo
resultado ha precipitado lo que llamamos enfermedad en el cuerpo físico. Si ese
paciente trata directamente de neutralizar esas fuerzas, mejora su salud en
cuanto tenga éxito en su empresa, y cuando se complete el proceso, desaparecerá
la enfermedad. Esa es la verdadera curación, y consiste en atacar el baluarte,
la auténtica base de la causa del padecimiento.
Una de las excepciones a los métodos
materialistas en la ciencia moderna es la del gran Hahnemann, fundador de la
homeopatía, que con su compresión del benéfico amor del Creador y de la
Divinidad que reside dentro de cada hombre, estudiando la actitud mental de sus
pacientes ante la vida, el entorno y sus respectivas enfermedades, se propuso
buscar en las hierbas del campo y en el terreno de la naturaleza el remedio que
no sólo curase sus cuerpos sino que al mismo tiempo beneficiase a su actitud
mental. Cuán deseable sería que los verdaderos médicos que aman a la humanidad
extendieran y desarrollaran su ciencia.
Quinientos años antes de Cristo, unos
médicos de la antigua India, trabajando bajo la influencia del Señor Buda,
desarrollaron el arte de curar hasta un estado tan perfecto que pudieron abolir
la cirugía, aunque la cirugía de la época eran tan eficaz, si no más, que la
nuestra. Hombres como Hipócrates, con sus elevados ideales de curación;
Paracelso con su certeza de la divinidad del hombre, y Hahnemann, que se dio
cuenta de que la enfermedad se originaba en un plano por encima del físico
-todos ellos sabían mucho de la auténtica naturaleza y remedio de los
padecimientos-. Cuánta miseria y daño se habría ahorrado en los últimos veinte
o veinticinco siglos si se hubieran seguido las enseñanzas de esos grandes
maestros; pero, como en otras cosas, el materialismo invadió el mundo
occidental con tanta fuerza, y durante tanto tiempo, que las voces de los obstaculizadores
prácticos se alzaron por encima de los consejos de quienes conocían la verdad.
Afirmemos brevemente que la
enfermedad, en apariencia tan cruel, es en sí beneficios y existe por nuestro
bien, y, si se la interpreta correctamente, nos guiará para corregir nuestros
defectos esenciales. Si se la trata de manera adecuada, será la causa de
supresión de nuestros defectos y nos dejará mejor y más grandes que antes. El
sufrimiento es un correctivo para destacar una lección que de otro modo nos
habría pasado desapercibida y que no puede erradicarse hasta que no se aprende
la lección. Digamos también que aquellos que comprenden y son capaces de leer
el significado de los síntomas premonitorios pueden evitar la enfermedad antes
de que aparezca o abortarla en sus primeras fases si se realizan los adecuados
esfuerzos correctivos espirituales y mentales. Tampoco tiene que desesperar
nadie, por grave que sea su caso, ya que el hecho de que el individuo siga
físicamente vivo indica que el Alma que rige su cuerpo no carece de esperanza.
CAPITULO
II
Para entender la naturaleza de la
enfermedad hay que conocer ciertas verdades fundamentales.
1º) La primera de ellas es que el
hombre tiene un Alma que es su ser real; un Ser Divino, Poderoso, Hijo del
Creador de todas las cosas, del cual el cuerpo, aunque templo terrenal de esa
Alma, no es más que un diminuto reflejo: que nuestra Alma, nuestro Ser Divino
que reside en y en torno a nosotros, nos da nuestras vidas como quiere Él que
se ordenen y, siempre que nosotros los permitamos, nos guía, protege y anima,
vigilante y bondadoso, para llevarnos siempre a lo mejor; que Él, nuestro Ser
Superior, al ser una chispa del Todopoderoso, es por tanto invencible e
inmortal.
2º) El segundo gran principio es que
nosotros, tal y como nos conocemos en el mundo, somos personalidades que
estamos aquí para obtener todo el conocimiento y la experiencia que
pueda lograrse a lo largo de la existencia terrena, para desarrollar las
virtudes que nos falten y para borrar de nosotros todo lo malo que haya,
avanzando de ese modo hacia el perfeccionamiento de nuestras naturalezas. El
Alma sabe qué entorno y qué circunstancias nos permitirán lograrlo mejor, y por
tanto nos sitúa en esa rama de la vida más apropiada para nuestra meta.
3º) En tercer lugar, tenemos que
darnos cuenta de que nuestro breve paso por la tierra, que conocemos como vida,
no es más que un momento en el cuerpo de nuestra evolución, como un día en el
colegio lo es para toda una vida, y aunque por el momento sólo entendamos y
veamos ese único día, nuestra intuición nos dice que nuestro nacimiento estaba
infinitamente lejos de nuestro principio y que nuestra muerte está
infinitamente lejos de nuestro final. Nuestras Almas, que son nuestro auténtico
ser, son inmortales, y los cuerpos de que tenemos conciencia son temporales,
meramente como caballos que nos llevarán en un viaje o instrumentos que
utilizáramos para hacer un trabajo dado.
4º) Sigue entonces un cuarto
principio, que mientras nuestra Alma y nuestra personalidad estén en buen
armonía, todo es paz y alegría, felicidad y salud. Cuando nuestras
personalidades se desvían del camino trazado por el alma, o bien por nuestros
deseos mundanos o por la persuasión de otros, surge el conflicto. Ese conflicto
es la raíz, causa de enfermedad y de infelicidad. No importa cuál sea nuestro
trabajo en el mundo -limpiabotas o monarca, terrateniente o campesino, rico o
pobre-, mientras hagamos ese trabajo particular según los dictados del Alma
todo está bien; y podemos además descansar seguros de que cualquiera que sea la
posición en que nos encontremos, arriba o abajo, contiene esta posición las
lecciones y experiencias necesarias para ese momento de nuestra evolución, y
nos proporciona las mayores ventajas para el desarrollo de nuestro ser.
5ª) El siguiente gran principio es la
comprensión de la Unidad de todas las cosas: el Creador de todas las
cosas es Amor, y todo aquello de lo que tenemos conciencia es en su infinito
número de formas una manifestación de ese Amor, ya sea un planeta o un
guijarro, una estrella o una gota de rocío, un hombre o la forma de vida más
inferior. Podemos darnos una idea de esta concepción pensando en nuestro
Creador como en un sol de amor benéfico y resplandeciente y de cuyo centro
irradian infinitos rayos en todas las direcciones, y que nosotros y todos
aquellos de los que tenemos conciencia son partículas que se encuentran al
final de esos rayos, enviadas para lograr experiencia y conocimiento, pero que
en última instancia han de retornar al gran centro. Y aunque a nosotros cada
rayo nos parezca aparte y distinto, forma en realidad parte del gran Sol
central. La separación es imposible, pues en cuanto se corta un rayo de su
fuente, deja de existir. Así podemos entender un poco la imposibilidad de
separación, pues aunque cada rayo pueda tener su individualidad, forma parte
sin embargo del gran poder creativo central. Así cualquier acción contra
nosotros mismos o contra otro afecta a la totalidad, pues al causar una
imperfección en una parte, ésta se refleja en el todo, cuyas partículas habrán
de alcanzar la perfección en última instancia.
Así pues, vemos que hay dos errores
fundamentales posibles: la disociación entre nuestra alma y nuestra
personalidad, y la crueldad o el mal frente a los demás, pues ése es un pecado
contra la Unidad. Cualquiera de estas dos cosas da lugar a un conflicto, que
desemboca en la enfermedad. El entender dónde estamos cometiendo el error (cosa
que con frecuencia no sabemos ver) y una auténtica voluntad de corregir la
falta nos llevará no sólo a una vida de paz y alegría, sino también a la salud.
La enfermedad es en sí beneficiosa, y
tiene por objeto el devolver la personalidad a la Voluntad divina del Alma; y
así vemos que se puede prevenir y evitar, puesto que sólo con que pudiéramos
darnos cuenta de los errores que cometemos y corregirlos de forma espiritual y
mental, no habría necesidad de las severas lecciones del sufrimiento. El Poder
Divino nos brinda todas las oportunidades de enmendar nuestros caminos antes de
que, en último recurso, se apliquen el dolor y el sufrimiento.
Puede que no sean los errores de esta
vida, de este día de colegio, los que estamos combatiendo; y aunque en nuestras
mentes físicas no tengamos conciencia de la razón de nuestros sufrimientos, que
nos puede parecer cruel y sin razón, sin embargo nuestras almas (que son
nuestro ser) conocen todo el propósito y nos guían hacia lo que más nos
conviene. No obstante, la comprensión y la corrección de nuestros errores
acortarán nuestra enfermedad y nos devolverán la salud. El conocimiento del
propósito de nuestra alma y la aceptación de ese conocimiento significa el
alivio de nuestra angustia y sufrimiento terrenal, y nos deja libres para
desarrollar nuestra evolución en la alegría y en la felicidad.
Existen dos grandes errores: el
primero dejar de honrar y obedecer los dictados de nuestra alma, y el segundo,
el actuar contra la Unidad. Respecto al primero hay que dejar de juzgar a los
demás, pues lo que es válido para uno no lo es para otro. El comerciante, cuyo trabajo
consiste en montar un gran negocio, no sólo para beneficio suyo sino de todos
aquellos que trabajan para él, ganando conocimiento de eficiencia y control y
desarrollando las virtudes relacionadas con ambos, necesariamente tendrá que
utilizar cualidades y virtudes diferentes de las de una enfermera, que
sacrifica su vida cuidando enfermos; y sin embargo ambos, si obedecen los
dicados de sus almas, están aprendiendo adecuadamente las cualidades necesarias
a su evolución. Lo importante es obedecer los dictados y órdenes de nuestra
Alma, de nuestro Ser Superior, que conocemos a través de la conciencia, del
instinto y de la intuición.
Así pues, vemos que, por sus mismos
principios y en su misma esencia, la enfermedad se puede prevenir y curar, y es
labor de médicos y sanadores espirituales el dar, además de los remedios
materiales, el conocimiento del error de sus vidas a los que sufren, y decirles
cómo pueden erradicarse esos errores para que así los enfermos vuelvan a la
salud y la alegría.
CAPITULO
III
Los que conocemos como enfermedad es
la etapa terminal de un desorden mucho más profundo, y para asegurarse un éxito
completo en el tratamiento, es evidente que tratando sólo el resultado final no
se logrará una eficacia total a no ser que se suprima también la causa básica.
Hay un error primario que puede cometer el hombre, y es actuar contra la
Unidad; esto se debe al egoísmo. Por eso también podemos decir que no hay más
que una aflicción primaria -el malestar o enfermedad-. Así como la acción contra la Unidad puede
dividirse en varias clases, también puede dividirse la enfermedad -el resultado
de esas acciones- en varios grupos que corresponden a sus causas. La propia
naturaleza de una enfermedad es una guía muy útil para poder descubrir el tipo de
acción que se ha emprendido contra la Ley Divina de Amor y Unidad.
Si tenemos en nuestra naturaleza
suficiente amor para todas las cosas, no podemos hacer el mal; porque ese amor
detendrá nuestra mano ante cualquier acción, nuestra mente ante cualquier
pensamiento que pueda herir a los demás. Pero aún no hemos alcanzado ese estado
de perfección; si lo hubiéramos alcanzado, no se requeriría nuestra existencia
aquí. Pero todos nosotros buscamos ese estado y avanzamos hacia él, y aquellos
de nosotros que sufren en la mente o en el cuerpo son guiados por ese mismo
sufrimiento hacia esa condición ideal; y con sólo leer correctamente esta
lección, aceleramos nuestro paso hacia esa meta, y también nos libraremos de la
enfermedad y de la angustia. En cuanto entendemos la lección y eliminamos el
error, ya no es necesaria la corrección, porque tenemos que recordar que el
sufrimiento es en sí beneficioso en tanto que nos dice cuándo estamos tomando
caminos equivocados y encarrila nuestra evolución hacia su gloriosa perfección.
Las primeras enfermedades reales
del hombre son defectos como el orgullo, la crueldad, el odio, el egoísmo,
la ignorancia, la inestabilidad y la codicia; y cada uno de estos defectos,
tomado por separado, se verá que es adverso a la Unidad. Defectos como éstos
son las auténticas enfermedades (utilizando la palabra en su sentido moderno),
y es la continuidad y persistencia de esos defectos, después de que hayamos
alcanzado esa etapa de desarrollo, en la que nos damos cuenta de que son
inadecuados, lo que precipita en el cuerpo los resultados perjudiciales que
conocemos como enfermedad.
El orgullo se debe, en primer
lugar, a la falta de reconocimiento de la pequeñez de la personalidad y de su
absoluta dependencia del alma, y a no ver que los éxitos que pueda tener o no
se deben a ella sino que son bendiciones otorgadas por la Divinidad interna; en
segundo lugar, se debe a la pérdida del sentido de proporción, de la
insignificancia de uno frente al esquema de la Creación. Como el orgullo se
niega invariablemente a inclinarse con humildad y resignación ante la Voluntad
de Gran Creador, comete acciones contrarias a esa Voluntad.
La crueldad es la negación de
la unidad de todos y un no logra entender que cualquier acción contraria a otra
se opone al todo, y es por tanto una acción contra la Unidad. Ningún hombre
pondría en práctica sus efectos perniciosos contra sus allegados o seres
queridos, y por la ley de la Unidad tenemos que desarrollarnos hasta entender
que todos, por formar parte de un todo, han de sernos queridos y cercanos,
hasta que incluso quienes nos persiguen evoquen sentimientos de amor y
compasión.
El odio es lo contrario del
Amor, el reverso de la Ley de la Creación. Es contrario a todo el esquema
Divino y es una negación del Creador; lleva sólo a acciones y pensamientos
adversos a la Unidad y opuestos a los dictados por el Amor.
El egoísmo nuevamente es una
negación de la Unidad y de nuestro deber para con nuestros hermanos los
hombres, al anteponer nuestros intereses al bien de la humanidad y al cuidado y
protección de quienes nos rodean.
La ignorancia es el fracaso del
aprendizaje, el negarse a ver la Verdad cuando se nos ofrece la oportunidad, y
lleva a muchos actos equivocados como los que sólo pueden existir en las
tinieblas no son posibles cuando nos rodea la luz de la Verdad y del
Conocimiento.
La inestabilidad, la indecisión y
la debilidad resultan cuando la personalidad se niega a dejarse gobernar
por el Ser Superior y nos lleva a traicionar a los demás por culpa de nuestra debilidad.
Tal condición no sería posible si tuviéramos en nosotros el conocimiento de la
Divinidad Inconquistable e Invencible que es en realidad nuestro ser.
La codicia lleva al deseo de
poder. Es una negación de la libertad y de la individualidad de todas las
almas. En lugar de reconocer que cada uno de nosotros está aquí para
desarrollarse libremente en su propia línea según los dictados del alma
solamente, para mejorar su individualidad y para trabajar con libertad y sin
obstáculos, la personalidad codiciosa desea gobernar, moldear y mandar,
usurpando el poder del Creador.
Esos son ejemplos de enfermedad real,
origen y base de todos nuestros sufrimientos y angustias. Cada uno de esos
defectos, si se persevera en ellos pese a la voz de nuestro Ser Superior,
producirá un conflicto que necesariamente se habrá de reflejar en el cuerpo
físico, provocando un tipo específico de enfermedad.
Ahora podemos ver cómo cualquier tipo
de enfermedad que podamos sufrir nos llevará a descubrir el defecto que yace
bajo nuestra aflicción. Por ejemplo, el orgullos que es arrogancia y rigidez de
la mente, dará lugar a esas enfermedades que producen rigidez y entumecimiento
del cuerpo. El dolor es el resultado de la crueldad, en tanto que el paciente
aprende con su sufrimiento personal a no infligirlo a los demás, desde un punto
de vista físico o mental. Los castigos del odio son la soledad, los enfados
violentos e incontrolables, los tormentos mentales y la histeria. Las
enfermedades de la introspección -neurosis, neurastenia y condiciones
semejantes-, que privan a la vida de tanta alegría, están provocadas por un
excesivo amor a sí mismo: egoísmo. La ignorancia y la falta de sabiduría traen
sus dificultades propias a la vida cotidiana, y además, si se da una
persistencia en negarse a ver la verdad cuando se nos brinda la oportunidad, la
consecuencia es una miopía y mala visión y audición defectuosa. La instabilidad
de la mente debe llevar en el cuerpo a la misma cualidad, con todos esos
desórdenes que afectan al movimiento y a la coordinación. El resultado de la
codicia y del dominio de los demás son esas enfermedades que harán de quien las
padece un esclavo de su propio cuerpo, con los deseos las ambiciones frenados
por la enfermedad.
Por otra parte, la propia zona del
cuerpo afectada no es casual, sino que concuerda con la ley de causa y efecto,
y una vez más será un guía para ayudarnos. Por ejemplo, el corazón, la fuente
de vida y por tanto de amor, se ve atacado especialmente cuando el lado amable
de la naturaleza frente a la humanidad no se ha desarrollado o se ha utilizado
equivocadamente; una mano afectada denota fracaso o error en la acción; al ser
el cerebro el centro de control, si se ve afectado, eso indica falta de control
en la personalidad. En cuanto se establece la ley, los demás la van siguiendo
de este modo. Todos estamos dispuestos a admitir los muchos resultados que
siguen a una explosión de ira, al golpe recibido con una mala noticia; si cosas
triviales pueden afectar de ese modo al cuerpo, cuánto más grave y
profundamente arraigado será un conflicto prolongado entre el alma y el cuerpo.
¿Cómo asombrarnos de que el resultado dé lugar a padecimientos tan graves como
las enfermedades que hoy nos afligen?
Sin embargo, no hay por qué
desesperar. La prevención y curación de la enfermedad se logrará descubriendo
lo que falla en nosotros y erradicando ese defecto con el recto desarrollo de
la virtud que la ha de destruir; no combatiendo el mal, sino aportando tal
cantidad de la virtud opuesta que quedará barrido de nuestras naturalezas.
CAPÍTULO
IV
Así pues, vemos que en la enfermedad
no hay nada de tipo accidental, ni en su tipo ni en la parte de cuerpo a que
afecte; como todo lo demás resultado de la energía, obedece a la ley de causa y
efecto. Algunas enfermedades pueden ser causadas por medios físicos directos,
como los asociados con ciertos venenos, accidentes y heridas, y grandes
excesos; pero la enfermedad en general se debe a algún error básico en nuestra
constitución, como en los ejemplos que dábamos antes.
Y así, para lograr una curación
completa, no sólo habrá que utilizar medios físicos, eligiendo siempre los
mejores métodos que se conozcan en el arte de la curación, sino que tendremos
que actuar nosotros mismos dedicando toda nuestra capacidad para suprimir
cualquier defecto en nuestra naturaleza; porque la curación final y definitiva
vienen en última instancia de dentro, del Alma en sí, que con su benevolencia
irradia armonía a través de la personalidad, en cuanto se le deja hacerlo.
Dado que hay una raíz principal en
toda enfermedad, a saber el egoísmo, así también hay un método seguro y
principal para aliviar cualquier padecimiento: la conversión del egoísmo en
dedicación a los demás. Con sólo que desarrollemos suficientemente la cualidad
de olvidarnos de nosotros mismos en el amor y cuidado de quines nos rodean,
disfrutando de la gloriosa aventura de adquirir conocimiento y ayudar a los
demás, nuestros males y dolencias personales terminarán rápidamente. Esa es la
gran meta final: la pérdida de nuestros propios interesese en el servicio de la
humanidad. No importa en qué situación de la vida nos haya colocado la
Divinidad. Ya tengamos un negocio o una profesión, seamos ricos o pobres,
monarcas o mendigos, a todos nos es posible llevar a cabo la tarea en nuestras
respectivas vocaciones y llegar a ser auténticas bendiciones para quienes nos
rodean, comunicándoles el Divino Amor Fraterno.
Pero la inmensa mayoría de nosotros
tenemos mucho camino que recorrer antes de alcanzar ese estado de perfección,
aunque sorprende lo rápidamente que puede avanzar un individuo por ese camino
si se esfuerza seriamente y si no se confía simplemente en su pobre
personalidad, sino que tiene fe implícita; con el ejemplo y las enseñanzas de
los grandes maestros del mundo, es capaz de unirse con su propia Alma, con la
Divinidad que lleva dentro, y todas las cosas son posibles. En casi todos
nosotros hay uno o más defectos adversos que obstaculizan nuestro avance, y es
ese defecto, o defectos, lo que tenemos que afanarnos por descubrir en
nosotros, y mientras tratamos de desarrollar y extender el lado amoroso de
nuestra naturaleza hacia el mundo, debemos esforzarnos al mismo tiempo para
borrar ese defecto particular llenando nuestra naturaleza con la virtud
opuesta. Al principio acaso nos resulte difícil, pero sólo al principio, porque
es sorprendente lo rápidamente que crece una virtud auténticamente buscada,
unido al conocimiento de que con la ayuda de la Divinidad que llevamos dentro,
a poco que perseveremos, el fracaso es imposible.
En el desarrollo del Amor Universal
dentro de nosotros mismos, tenemos que aprender a darnos cuenta cada vez más de
que todo ser humano es hijo del Creador, aunque en grado inferior, y de que un
día, en su momento, alcanzará la perfección como todos esperamos. Por bajo que
parezca un hombre o una criatura, debemos recordar que dentro lleva la Chispa
Divina, que irá creciendo lenta pero segura hasta que la gloria del Creador
irradie de ese ser.
Por otra parte, la cuestión de verdad
o error, de bien y mal, es puramente relativa. Lo que está bien en la evolución
natural del aborigen, estaría mal en lo más avanzado de nuestra civilización; y
lo que para nosotros puede incluso ser una virtud, puede estar fuera de lugar,
y por tanto ser malo, en quien ha alcanzado el grado de discípulo. Lo que
nosotros llamamos error o mal es en realidad un bien fuera de lugar, y por
tanto es algo puramente relativo. Recordemos así mismo que también es relativo
nuestro nivel de idealismo; a los animales podemos parecerles auténticos
dioses, mientras que nosotros nos encontramos muy por debajo de la gran
Hermandad de Santos y Mártires que se entregaron para servirnos de ejemplo. Por
ello hemos de tener compasión y caridad con los más bajos, porque si bien nos
podemos considerar muy por encima de su nivel, somos en nosotros mismos
insignificantes y nos queda aún un largo trecho que recorrer para alcanzar el
nivel de nuestro hermanos mayores, cuya luz brilla por el mundo a través de los
tiempos.
Si nos asalta el orgullo, tratemos de
darnos cuenta de que nuestras personalidades no son nada en sí mismas,
incapaces de hacer nada bueno o de hacer un favor aceptable o de oponer
resistencia a los poderes de las tinieblas, si no nos asiste esa Luz que nos
viene de arriba, la Luz de nuestra Alma; esforcémonos por vislumbrar la
omnipotencia, el inconcebible poder de nuestro Creador, que hace un mundo
perfecto en una gota de agua y en sistemas y sistemas de universos, y tratemos
de darnos cuentas de la relativa humildad nuestra y de nuestra total
dependencia de Él. Aprendamos a rendir homenaje y a respetar a nuestros
superiores humanos. ¡Cuán infinitamente más deberíamos reconocer nuestra
fragilidad con la más completa humildad ante el Gran Arquitecto del Universo!
Si la crueldad o el odio nos cierran
la puerta al progreso, recordemos que el Amor es la base de la Creación, que en
toda alma viviente hay algo bueno, y que en los mejores de nosotros hay algo
malo. Buscando lo bueno de los demás, incluso de quines primero nos ofendieron,
aprenderemos a desarrollar, auque sólo sea, cierta compasión, y la esperanza de
que sepan ver mejores caminos; luego veremos que nace en nosotros el deseo de
ayudarles a mejorar. La conquista final de todos se hará a través del amor y el
cariño, y cuando hayamos desarrollado lo suficiente esas dos cualidades, nada
podrá asaltarnos, pues siempre estaremos llenos de compasión y no ofreceremos
resistencia; pues, una vez más, por la propia ley de causa y efectos, es la
resistencia la que perjudica. Nuestro objeto en la vida es seguir los dictados
de nuestro Ser Superior, sin dejarnos desviar por la influencia de otros, y
esto sólo puede conseguirse siguiendo suavemente su propio camino, y al mismo
tiempo sin interferir con la personalidad de otro o sin causar el menor
perjuicio por cualquier método de odio o crueldad. Debemos esforzarnos
denodadamente por aprender a amar a los demás, empezando quizá con un individuo
o incluso un animal, y dejando que se desarrolle y se extienda ese amor cada
vez más, hasta que sus defectos opuestos desaparezcan automáticamente. El amor
engendra amor, igual que el odio engendra odio.
La cura del egoísmo se efectúa
dirigiendo hacia los demás el cuidado y la atención que dedicamos a nosotros
mismos, llenándonos tanto de su bienestar que nos olvidemos de nosotros mismos
en nuestro empeño. Como lo expresa una gran orden de hermandad: “Buscar el
solaz de nuestra aflicción llevando el alivio y el consuelo a nuestros
semejantes en la hora de su aflicción”, y no hay forma más segura de curar el
egoísmo y los subsiguientes desórdenes de ese método.
La inestabilidad se puede erradicar
con el desarrollo de la autodeterminación, tomando decisiones y actuando con
firmeza en lugar de dudar y vacilar.
Aunque al principio cometamos errores,
siempre es mejor actuar que dejar pasar oportunidades por falta de decisión. La
determinación no tardará en desarrollarse; desaparecerá el miedo a echarse de
cabeza a la vida, y las experiencias guiarán nuestra mente hacia un mejor
juicio.
Para acabar con la ignorancia, no hay
que temer a la experiencia, pero con la mente bien despierta y los ojos y oídos
bien abiertos para captar cualquier partícula de conocimiento que pueda
obtenerse. Al mismo tiempo, debemos mantenernos flexibles de pensamiento, para
que las ideas preconcebidas y los prejuicios no nos priven de la oportunidad de
obtener un conocimiento más amplio y más fresco. Debemos estar siempre
dispuestos a abrir la mente y a rechazar cualquier idea, por firmemente
arraigada que esté, si la experiencia nos muestra una verdad mejor.
Al igual que el orgullo, la codicia es
un gran obstáculo al progreso, y hay que suprimir ambos defectos sin
contemplaciones. Los resultados de la codicia son bastante graves, pues nos
lleva a interferir con el desarrollo anímico de nuestros semejantes. Debemos
darnos cuenta de que todos los seres están aquí para desarrollar su evolución
según los dictados de su alma, y sólo de su alma, y de que ninguno de nosotros
tiene que hacer nada que no sea animar a su hermano en ese desarrollo. Debemos
ayudarle a esperar, y si está en nuestra mano, aumentar su conocimiento y sus
oportunidades en este mundo para lograr progresar. Así como nos gustaría que
los demás nos ayudasen a ascender por el empinado y arduo camino de montaña que
es la vida, así debemos estar siempre dispuestos a tender una mano y a brindar
la experiencia de nuestro mayor conocimiento a un hermano menor o más débil.
Así deberá ser la actitud del padre para con su hijo, del maestro para con el
hombre, o del compañero para con sus semejantes, dando cuidados, amor y
protección en la medida en que se necesiten y sean beneficiosos, sin interferir
ni por un momento con la evolución natural de la personalidad que debe dictarle
el alma.
Muchos de nosotros en la infancia y
primera juventud nos encontramos mucho más cerca de nuestra alma de lo que
estamos después con el paso de los años, y tenemos entonces ideas más claras de
nuestra labor en la vida, de los esfuerzos que se espera que hagamos y del
carácter que hemos de desarrollar. La razón de ello es que el materialismo y
las circunstancias de nuestra época, y las personalidades con las que nos
juntamos, nos alejan de la voz de nuestro Ser Superior y nos atan firmemente al
lugar común con su falta de ideales, lo cual es evidente en esta civilización.
Que el padre, el educador y el compañero se afanen siempre por animar el
desarrollo del Ser Superior dentro de aquellos sobre los que tienen el
maravilloso privilegio y oportunidad de ejercer su influencia, pero que siempre
dejen en libertad a los demás, igual que esperan que a ellos les dejen en
libertad.
Así, en forma semejante, busquemos los
defectos de nuestra constitución y borrémoslos desarrollando la virtud opuesta,
suprimiendo así de nuestra naturaleza la causa del conflicto ente el alma y la
personalidad, que es la primera causa básica de enfermedad. Esa sola acción, si
el paciente tiene fe y fortaleza, dará lugar a un alivio, proporcionando salud
y alegría; y en aquellos que no tengan tanta fortaleza, el médico ayudará
materialmente a la curación para obtener prácticamente el mismo resultado.
Tenemos que aprender sin engañarnos a
desarrollar la individualidad según los dictados de nuestra alma, a no temer a
ningún hombre y a ver que nadie interfiere o nos disuade de desarrollar nuestra
evolución, de cumplir con nuestra obligación y de devolver la ayuda a nuestros
semejantes, recordando que cuanto más avanzamos, más constituimos una bendición
para quienes nos rodean. Tenemos que guardarnos especialmente de errar al
ayudar a los demás, quienesquiera que sean, y estar seguros de que el deseo de
ayudarles procede de los dictados de nuestro Ser íntima, y no es un falso
sentido del deber impuesto por sugestión o por persuasión de una personalidad
más dominante. Una de las tragedias que nos afligen hoy día obedece a este
tipo, y resulta imposible calcular los miles de vidas desperdiciadas, los
millones de oportunidades que se han perdido, la pena y el sufrimiento que se
han causado, el enorme número de niños que, por sentido del deber, se han
pasado años cuidando de un inválido cuando la única enfermedad que aquejaba al
familiar era un desequilibrado deseo de acaparar la atención. Pensemos en los
ejércitos de hombres y mujeres a los que se ha impedido quizá hacer una gran
obra en pro de la humanidad porque su personalidad quedó dominada por un
individuo del que no tuvieron valor de liberarse; los niños que desde edad muy
temprana sienten la llamada de una vocación, y sin embargo por dificultades de
las circunstancias, disuasión por parte de otros y debilidad de propósito, se
adentran en otra rama de la vida, en la que ni se sienten felices ni capaces de
desarrollar su evolución como de otro modo podían haber hecho. Son sólo los
dictados de nuestra conciencia los que pueden decirnos dónde está nuestro
deber, con quién o con quiénes, y a quién o a quiénes hemos de servir; pero en
cualquier caso, hemos de obedecer sus mandatos hasta el máximo de nuestras
capacidades.
Por último, no tengamos miedo a
meternos de lleno en la vida; estamos aquí para adquirir experiencia y
conocimiento, y poco aprenderemos si no nos enfrentamos a las realidades y
ponemos todo nuestro empeño. Esta experiencia puede adquirirse en la vuelta de
cada esquina, y las verdades de la naturaleza y de la humanidad se pueden alcanzar
con la misma validez, o incluso más, en un caserío que entre el ruido y las
prisas de una ciudad.
CAPITULO
V
Dado que la falta de individualidad
(es decir, el permitir la interferencia con la personalidad, interferencia que
impide cumplir los mandatos del Ser Supremo) es de tanta importancia en la
producción de la enfermedad, y dado que suele iniciarse muy pronto en la vida,
pasemos a considerar la auténtica relación entre padres e hijos, maestros y
discípulos.
Fundamentalmente, el oficio de la paternidad
consiste en ser el instrumento privilegiado (y, desde luego, el privilegio
habría de considerarse divino) para capacitar a un alma a entrar en contacto
con el muno por el bien de la evolución. Si se entiende de forma apropiada, es
probable que no se le ofrezca a la humanidad una oportunidad más grande que
ésta para ser agente del nacimiento físico de un alma y tener el cuidado de la
joven personalidad durante los primeros años de su existencia en la tierra. La
actitud de los padres debería consistir en dar al recién llegado todos los
consejos espirituales, mentales y físicos de que sean capaces, recordando
siempre que el pequeño es un alma individual que ha venido a este mundo a
adquirir su propia experiencia y conocimientos a su manera, según los dictados
de su Ser Superior, y que hay que darle cuanta libertad sea posible para que se
desarrolle sin trabas.
La profesión de la paternidad es de
servicio divino y debería respetarse tanto, si no más, que cualquier otra tarea
que tengamos que desempeñar. Como es una labor de sacrificio, hay que tener
siempre presente que no hay que pedirle nada a cambio al niño, pues consiste
sólo en dar, y sólo dar, cariño, protección y guía hasta que el alma se haga
cargo de la joven personalidad. Hay que enseñar desde el principio
independencia, individualidad y libertad, y hay que animar al niño lo antes
posible a que piense y obre por sí mismo. Todo control paterno debe quedar poco
a poco reducido conforme se vaya desarrollando la capacidad de valerse por sí
mismo, y, más adelante, ninguna imposición o falsa idea de deber filial debe
obstaculizar los dictados del alma del niño.
La paternidad es un oficio de la vida
que pasa de unos a otros, y es en esencia un consejo temporal y una protección
de duración breve que, transcurrido un tiempo, debería cesar en sus esfuerzos y
dejar al objeto de su atención libre de avanzar solo. Recordemos que el niño,
de quien podemos tener la guardia temporal, quizá sea un alma mucho más grande
y anterior que la nuestra y quizá sea espiritualmente superior a nosotros, por
lo que el control y la protección deberían limitarse a las necesidades de la
joven personalidad.
La paternidad es un deber sagrado,
temporal en su carácter, y que pasa de generación en generación. No conlleva
más que servicio y no hay obligación a cambio por parte del joven, puesto que a
éste hay que dejarle libre para desarrollarse a su aire y para prepararse para
cumplir con esa misma tarea pocos años después. Así el niño no tendrá
restricciones, ni obligaciones ni trabas paternas, sabiendo que la paternidad
se le había otorgado primero a sus padres y que él tendrá que cumplir ese mismo
cometido con otro.
Los padres deberían guardarse
particularmente de cualquier deseo de moldear a la joven personalidad según sus
propios deseos e ideas, y deberían refrenarse y evitar cualquier control
indebido o cualquier reclamación de favores a cambio de su deber natural y
privilegio divino de ser el medio de ayuda a un alma para que ésa se ponga en
contacto con el mundo. Cualquier deseo de control, o deseo de conformar la
joven vida por motivos personales, es una forma terrible de codicia y no deberá
consentirse nunca, porque si se arraiga en el joven padre o madre, con los años
éstos se convertirán en auténticos vampiros. Si hay el menor deseo de dominio,
habrá que comprobarlo desde el principio. Debemos negarnos a ser esclavos de la
codicia que nos impulsa a dominar a los demás. Debemos estimular en nosotros el
arte de dar, y desarrollarlo hasta que con su sacrificio lave cualquier huella
de acción adversa.
El maestro deberá siempre tener
presente que su oficio consiste únicamente en ser agente que dé al joven guía y
oportunidad de aprender las cosas del mundo y de la vida, de forma que todo
niño pueda absorber conocimiento a su manera, y, si se le da libertad, pueda
elegir instintivamente lo que sea necesario para el éxito de su vida. Una vez
más, por tanto, no debe darse nada más que un cariñoso cuidado guía para
permitir al estudiante adquirir el conocimiento que requiere.
Los niños deberían recordar que el
oficio de padre, como emblema de poder creativo, es divino en su misión, pero
que no implica restricción en el desarrollo ni obligaciones que puedan
obstaculizar la vida y el trabajo que les dicta su alma. Es imposible estimar en
la actual civilización el sufrimiento callado, la restricción de las
naturalezas y el desarrollo de carácter dominantes que produce el
desconocimiento de este hecho. En casi todas las familias, padres e hijos se
construyen cárceles por motivos completamente falsos y por una equivocada
relación entre padre e hijo. Estas prisiones ponen barras a la libertad,
obstaculizan la vida, impiden el desarrollo natural, traen infelicidad a todos
los implicados y provocan esos desórdenes mentales, nerviosos e incluso físicos
que afligen a la gente, produciendo una gran mayoría de las enfermedades de
nuestros días.
No se insistirá nunca lo suficiente
sobre el hecho de que todas las almas encarnadas en este mundo están aquí con
el específico propósito de adquirir experiencia y comprensión, y de
perfeccionar su personalidad para acercarse a los ideales del alma. No importa
cuál sea nuestra relación con los demás, marido y mujer, padre e hijo, hermano
y hermana, maestro y hombre, pecamos contra nuestro Creador y contra nuestros
semejantes si obstaculizamos por motivos de deseo personal la evolución de otra
alma. Nuestro único deber es obedecer los dictados de nuestra propia
conciencia, y éste en ningún momento debe sufrir el dominio de otra
personalidad. Que cada uno recuerde que su alma ha dispuesto para él un trabajo
particular, y que, a menos que realice ese trabajo, aunque no sea
conscientemente, dará lugar inevitablemente a un conflicto entre su alma y su
personalidad, conflicto que necesariamente provocará desórdenes físicos.
Cierto es que una persona puede tener
vocación de dedicar su vida a otra, pero antes de que lo haga, que se asegure
bien de que eso es lo que le manda su alma, y de que no se lo ha sugerido otra
personalidad dominante que le haya persuadido, y de que ninguna falsa idea del
deber le engaña. Que recuerde también que venimos a este mundo para ganar
batallas, para adquirir fuerza contra quines quieren controlarnos, y para
avanzar hasta ese estado en el que pasamos por la vida cumpliendo con nuestro deber
sosegada y serenamente, indeterminados e influenciados por cualquier ser vivo,
serenamente guiados en todo momento por la voz de nuestro Ser Superior. Para
muchos, la principal batalla que habrán de librar será en su casa, donde, antes
de lograr la libertad para ganar victorias por el mundo, tendrán que liberarse
del dominio adverso y del control de algún pariente muy cercano.
Cualquier individuo, adulto o niño,
que tenga que liberarse en esta vida del control dominante de otra persona,
deberá recordar lo siguiente: en primer lugar, que su a pretendido opresor hay
que considerarle de la misma manera que se considera a un oponente en una
competición deportiva, como a una personalidad con la que estamos jugando al
juego de la vida, sin el menor asomo de amargura, y hay que pensar que de no
ser por esa clase de oponentes no tendríamos oportunidad de desarrollar nuestro
propio valor e individualidad; en segundo lugar, que las auténticas victorias
de la vida vienen del amor y del cariño, y que en semejante contexto no hay que
usar ninguna fuerza, cualquiera que sea: que desarrollando de forma segura
nuestra apropia naturaleza sintiendo compasión, cariño y, a ser posible, afecto
-o mejor, amor- hacia el oponente, con el tiempo podremos seguir tranquila y
seguramente la llama de la conciencia sin la menor interferencia.
Aquellos que son dominantes requieren
mucha ayuda y consejos para poder realizar la gran verdad universal de la
Unidad y para entender la alegría de la Hermandad. Perderse estas cosas es
perderse la auténtica felicidad de la Vida, y tenemos que ayudar a esas
personas en la medida de nuestras fuerzas. La debilidad por nuestra parte, que
les permite a ellos extender su influencia, no les ayudará en absoluto; una
suave negativa a estar bajo su control y un esfuerzo por que entiendan la
alegría de dar, les ayudará a subir el empinado camino.
La conquista de nuestra libertad, de
nuestra individualidad e independencia, requerirá en muchos casos de una gran
dosis de valor y de fe. Pero en las horas más negras, y cuando el éxito parece
totalmente inaccesible, recordemos siempre que los hijos de Dios no tienen que
tener nunca miedo, que nuestras almas sólo nos procuran tareas que somos
capaces de llevar a cabo, y que con nuestro propio valor y nuestra fe en la
Divinidad que hay dentro de nosotros, la victoria llegará para todos aquellos
que perseveran en su esfuerzo.
CAPITULO
VI
Y ahora, mis queridos hermanos, cuando
nos damos cuenta de que el Amor y la Unidad son las grandes bases de nuestra
Creación, de que somos hijos del Amor Divino, y de que la eterna conquista del
mal y del sufrimiento se logrará gracias al cariño y al amor, cuando nos damos
cuenta de todo estos, ¿dónde caben en este cuadro tan hermoso prácticas como la
vivisección y la implantación de glándulas en los animales? ¿Seguimos siendo
tan primitivos, tan paganos, que seguimos pensando que con el sacrificio de
animales nos libraremos de los resultados de nuestras propias culpas y errores?
Hace cerca de 2.500 años, el Señor Buda demostró al mundo lo equivocado del
sacrificio de criaturas inferiores. La humanidad ha contraído ya una deuda muy
grande con los animales a los que ha torturado y destruido, y lejos de
beneficiarse el hombre con tan inhumanas prácticas, sólo se perjudica al reino
tanto animal como humano. Qué lejos hemos llegado, nosotros occidentales, de
los hermosos ideales de la antigua India, cuando el amor por las criaturas de
la tierra era tan grande que se enseñaba y se entrenaba al hombre a curar
enfermedades y heridas no sólo de los animales, sino de las aves. Además, había
grandes santuarios para todo tipo de vida, y tan reacia era la gente a hacer
daño a una criatura inferior, que se negaban a atender a un cazador enfermo si
no juraba abandonar la práctica de la caza.
No hablemos en contra de los hombres
que practican la vivisección, ya que muchos de ellos trabajan animados por
principios auténticamente humanitarios, esperando y esforzándose por encontrar
alivio a los sufrimientos humanos; sus motivos son bastante buenos, pero su
sabiduría no lo es, pues no entienden bien la razón de la vida. Sólo el motivo,
por bueno que sea, no basta; debe ir acompañado de sabiduría y conocimiento.
Del horror de la magia negra, asociada
con el injerto de glándulas, no queremos ni escribir, sólo implorar a todo ser
humano que lo evite como a algo diez mil veces peor que cualquier plaga, pues
es un pecado contra Dios, contra los hombres y los animales.
No hay objeto en ocuparse de los
fracasos de la moderna ciencia médica, a excepción de un par de cosas; la
destrucción es inútil si no se reedifica un edificio mejor, y como en medicina
ya se han establecido las bases de un edificio más nuevo, ocupémonos de añadir
una o dos piedras a ese templo.
Tampoco sirve hoy una crítica adversa
de la profesión; es el sistema el que está fundamentalmente equivocado; porque
es un sistema en el que el físico, por razones únicamente económicas, no tiene
tiempo para administrar un tratamiento tranquilo y sosegado ni oportunidad para
meditar y pensar convenientemente cosas que deberían ser la herencia de quienes
dedican sus vidas a atender a los enfermos. Como dijo Paracelso, el médico
sabio atiende a cinco, y no a quince pacientes, en un día..., ideal inaccesible
para el médico corriente en nuestra época.
Amanece sobre nosotros un nuevo y
mejor arte de curación. Hace cien años, la homeopatía de Hahnemann era el
primer resplandor matutino tras una largo noche de tinieblas, y puede que
desempeñe un gran papel en la medicina del futuro. Lo que es más, la atención
que se dedica actualmente a mejorar la calidad de vida y a establecer una dieta
más sana y más pura es un avance en pro de la prevención de la enfermedad;
aquellos movimientos que pretenden dar a conocer a la gente tanto la conexión
entre los fracasos espirituales y la enfermedad como la curación que puede
lograrse perfeccionando la mente, están abriendo camino hacia ese día radiante
en que desaparecerá la negra sombra de la enfermedad.
Recordemos que la enfermedad es un
enemigo común, y que cada uno de nosotros que conquiste un fragmento de ella
está ayudándose a sí mismo y también a toda la humanidad. Habrá que gastar una
considerable, pero definitiva, cantidad de energía antes de que la victoria sea
completa; todos y cada uno de nosotros debemos esforzarnos por lograr ese
resultado, y los más grandes y más fuertes tendrán no sólo que cumplir su parte
del trabajo, sino ayudar a sus hermanos más débiles.
Obviamente, la primera forma de evitar
que se extienda y aumente la enfermedad es que dejemos de cometer esas acciones
que le dan más poder; la segunda, suprimir de nuestra naturaleza nuestros
propios defectos, que darían pie a posteriores invasiones. El conseguir esto
significaría desde luego la victoria; luego, una vez liberados, estamos en
condiciones de ayudar a otros. Y no es tan difícil como pudiera parecer a
primera vista; se espera que hagamos lo posible, y sabemos que podemos hacerlo
siempre que obedezcamos los dictados de nuestra alma. La vida no nos exige
sacrificios impensables; nos pide que hagamos su recorrido con alegría en el
corazón, y que seamos una bendición para quienes nos rodean, de forma que si
dejamos al mundo sólo una pizca mejor de lo que era antes de nuestra visita,
hayamos cumplido nuestra misión.
Las enseñanzas de las religiones, si
se interpretan debidamente, nos piden a todos “abandonarlo todo y seguirme”, y
esos significa que nos entreguemos totalmente a las exigencias de nuestro Ser
Superior, pero no, como algunos imaginan, abandonar casa y comodidades, amor y
lujos; la verdad está muy lejos de eso. Un príncipe puede ser, con todas las
glorias del palacio, un enviado de Dios y una auténtica bendición para su
pueblo, para su país -y aún para el mundo-; cuánto se habría perdido si ese
príncipe hubiera imaginado que su deber era meterse en un monasterio. Las
tareas de la vida en todas sus ramas, desde la más baja hasta la más exaltada,
hay que cumplirlas, y el Divino Guía de nuestros destinos sabe en qué lugar
colocarnos para nuestro bien; todo cuanto se espera que hagamos es cumplir con
ese cometido, bien y con alegría. Hay santos en la cadena de la fábrica y en la
bodega de un barco, igual que los hay entre los dignatarios de las órdenes
religiosas. A nadie en esta tierra se le pide que haga más de lo que está en su
poder hacer y si nos esforzamos por sacar lo mejor de nosotros mismos, guiados
siempre por nuestro Ser Superior, se nos ofrecerá la posibilidad de la salud y
la felicidad.
Durante la mayor parte de los dos
últimos milenios, la civilización occidental ha pasado por una era de intenso
materialismo, y se ha perdido prácticamente la conciencia del lado espiritual
de nuestra naturaleza y de nuestra existencia, en una actitud mental que ha
situado a las posesiones mundanas, a las ambiciones, deseos y placeres por
encima de las cosas reales de la vida. La verdadera razón de la existencia del
hombre en la tierra ha quedado empañada y oculta por su ansiedad de obtener de
su encarnación sólo bienes terrenos. Hubo una época en la que la vida resultó
muy difícil debido a la falta del auténtico consuelo, aliciente y estímulo que
supone el conocimiento de cosas más importantes que las de este mundo. Durante
los últimos siglos, las religiones les han parecido a muchas personas más bien
unas leyendas que nada tenían que ver con sus vidas, en lugar de ser la esencia
de su existencia. La verdadera naturaleza de nuestro Ser Superior, el
conocimiento de una vida previa y otra posterior, aparte de la actual, ha
significado muy poco, en lugar de ser guía y estímulo de todas nuestras acciones.
Hemos tendido a apartar las grandes cosas y a hacer la vida lo más cómoda
posible retirando lo supra físicos de nuestras mentes y asiéndonos a los
placeres terrenos para compensar a nuestros padecimientos. Así, la posición, el
rango, la riqueza y las posesiones materiales se han convertido en la meta de
estos siglos; y como todas esas cosas son fugaces y sólo pueden obtenerse y
conservarse a base de ansiedad y concentración sobre las cosas materiales, la
paz interna y la felicidad de las generaciones pasadas han quedado
infinitamente por debajo de lo que corresponde a la humanidad.
La verdadera paz de espíritu y del
alma está con nosotros cuando progresamos espiritualmente, y eso no puede
obtenerse con la acumulación de riquezas solamente, por grandes que éstas sean.
Pero los tiempos están cambiando y hay muchas indicaciones de que esta
civilización ha empezado a pasar de la era del puro materialismo al deseo de
las realidades y verdades del universo. El interés general y en rápido aumento
que hoy se demuestra por el conocimiento de las verdades supra físicas, el
creciente número de quienes desean información sobre la existencia antes y
después de esta vida, el hallazgo de métodos para conquistar la enfermedad con
medios espirituales y de fe, la afición por las antiguas enseñanzas de la
sabiduría de Oriente..., todo ello son síntomas de que la gente de hoy ha
empezado a vislumbrar la realidad de las cosas. Así, cuando se llega al
problema de la curación, se comprende que también éste tenga que ponerse a la altura
de los tiempos y cambiar sus métodos apartándose del materialismo grosero y
tendiendo hacia una ciencia basada sobre las realidades de la Verdad, y regida
por la mismas leyes divinas que rigen nuestras naturalezas. La curación pasará
del ámbito de los métodos físicos de tratamiento del cuerpo físico a la
curación mental y espiritual, que, al restablecer la armonía entre la mente y
el alma, erradique la auténtica causa de la enfermedad, y permita después la
utilización de los medios físicos para completar la curación del cuerpo.
Parece totalmente posible que el arte
de la curación pase de manos de los médicos, a no ser que éstos se den cuenta
de estos hechos y avancen con el crecimiento espiritual del pueblo, a manos de
las órdenes religiosas o a manos de los sanadores natos que existen en toda
generación, pero que hasta ahora han vivido más o menos ignorados,
impidiéndoseles seguir la llamada de su naturaleza ante la actitud de los
ortodoxos. Así pues, el médico del futuro tendrá dos finalidades principales
que perseguir. La primera será ayudar al paciente a alcanzar un conocimiento de
sí mismo y a destacar en sí los errores fundamentales que esté cometiendo, las
deficiencias de su carácter que tenga que corregir, y los defectos de su
naturaleza que tenga que erradicar y sustituir por las virtudes
correspondientes. Semejante médico tendrá que haber estudiado profundamente las
leyes que rigen a la humanidad, a la propia naturaleza humana, de forma a poder
reconocer en todos los que a él acuden los elementos que causan el conflicto
entre el alma y la personalidad. Tiene que poder aconsejar al paciente cómo
restablecer la armonía requerida, qué acciones contra la Unidad tiene que
suspender, qué virtudes tiene que desarrollar necesariamente para borrar sus defectos.
Cada caso requerirá un cuidadoso estudio, y sólo quienes hayan dedicado gran
parte de su vida al conocimiento de la humanidad, y en sus corazones arda el
deseo de ayudar, podrán emprender con éxito esta gloriosa divina labor en pro
de la humanidad, abrir los ojos al que padece e iluminarle sobre la razón de su
existencia, inspirarle esperanza, consuelo y fe que le permitan dominar su
enfermedad.
El segundo deber del médico será
administrar los remedios que ayuden al cuerpo físico a recobrar fuerza y ayuden
a la mente a serenarse, a ensanchar su campo y a buscar la perfección, trayendo
paz y armonía a toda la personalidad. Semejantes remedios se encuentran en la
naturaleza, colocados allí por gracia del Divino Creador para cura y consuelo
de la humanidad. Se conocen unos cuantos y otros muchos se buscan actualmente
por parte de los médicos en diferentes partes del globo, especialmente en
nuestra Madre la India, y no cabe duda que cuando estas investigaciones se
desarrollen más, recuperaremos gran parte de los conocimientos que se tenían
hace dos mil años, y el sanador del futuro tendrá a su disposición los
maravillosos remedios naturales que se nos dieron para que el hombre aliviara
su enfermedad.
Así pues, la abolición de la
enfermedad dependerá de que la humanidad descubra la verdad de las leyes
inalterables de nuestra Universo y de que se adapte con humildad y obediencia a
esas leyes, trayendo la paz entre su alma y su ser, y recobrando la verdadera
alegría y felicidad de la vida. Y la parte correspondiente al médico consistirá
en ayudar a los que sufren a conocer esa verdad, en indicarle los medios por
los que podrá conseguir la armonía, inspirarle con la fe en su divinidad que
todo lo vence, y administrar remedios físicos tales que le ayuden a armonizar
su personalidad y a curar su cuerpo.
CAPÍTULO VII
Y ahora llegamos al problema crucial:
¿Cómo podemos auxiliarnos? Cómo mantener a nuestra mente y a nuestro cuerpo en
ese estado de armonía que dificulte o imposibilite el ataque de la enfermedad, pues
es seguro que la personalidad sin conflicto es inmune a la enfermedad.
En primer lugar, consideremos la
mente. Ya hemos discutido extensamente la necesidad de buscar en nosotros
mismos los defectos que poseemos y que nos hacen actuar con la Unidad sin
armonía con los dictados del alma, y de eliminar esos defectos desarrollando
las virtudes contrarias. Esto puede hacerse siguiendo las directrices antes
indicadas, y un autoexamen de buena fe nos descubrirá la naturaleza de nuestros
errores. Nuestro consejeros espirituales, médicos de verdad e íntimos amigos
podrán ayudarnos a conseguir un buen retrato de nosotros mismos, pero el
métodos perfecto de aprender es el pensamiento sereno y la meditación, y el
llegar a un ambiente de paz y sosiego en el que las almas puedan hablarnos a
través de la conciencia e intuición, y guiarnos según sus deseos. Solo con que
podamos apartarnos un rato todos los días, perfectamente solos y en un lugar
tranquilo, sin que nadie nos interrumpa, y sentarnos o tambarnos tranquilamente,
con la mente en blanco o bien pensando sosegadamente en nuestra labor en la
vida, veremos después de un tiempo que esos momentos nos ayudan mucho y que en
ellos tenemos como flashes de conocimiento y de consejo. Vemos que se responde
infaliblemente a los difíciles problemas de la vida, y somos capaces de elegir
confiadamente el camino recto. En esos momentos tenemos que alimentar en
nuestro corazón un sincero deseo de servir a la humanidad y de trabajar
siguiendo los dictados de nuestra alma.
Recordemos que cuando se descubre el
defecto, el remedio consiste no en luchar denodadamente contra él con grandes
dosis de voluntad y energía para suprimirlo, sino en desarrollar firmemente la
virtud contraria, y así, automáticamente, desaparecerá de nuestra naturaleza
todo rastro de mal. Este es el verdadero método natural de progresar y de
dominar el mal, mucho más fácil y efectivo que la lucha contra un defecto en
particular. Al combatir un defecto, se aumenta el poder de éste al mantener la
atención centrada en su presencia, y se desencadena una verdadera batalla; el
mayor éxito que cabe esperar en este caso es vencerlo, lo cual deja mucho que
desear, ya que el enemigo permanece dentro de nosotros mismos y en un momento
de debilidad puede resurgir con renovados bríos. Olvidar el error y tratar
conscientemente de desarrollar la virtud que aniquile al anterior, ésa es la
verdadera victoria.
Por ejemplo, si existe crueldad en
nuestra naturaleza, podemos repetirnos continuamente: “no voy a ser cruel”, y
así evitar errar en esa dirección; pero el éxito en este caso depende de la
fortaleza de la mente, y, si se debilita por un momento, podemos olvidar
nuestra resolución. Pero si, por otra parte, desarrollamos la compasión y el
cariño por nuestros semejantes, esta cualidad hará que la crueldad sea
imposible de una vez por todas, pues evitaremos el acto cruel con horror
gracias a la compasión. En este caso no hay supresión, no hay enemigo oculto
que aparezca en cuanto bajamos la guardia, pues nuestra compasión habrá erradicado
por completo de nuestra naturaleza la posibilidad de cualquier acto que pudiera
dañar a los demás.
Como hemos visto anteriormente, la
naturaleza de nuestras enfermedades físicas nos ayudará materialmente al
señalar qué desarmonía mental es la causa básica de su origen; y otro gran
factor de éxito es que consideremos la vida y la existencia no meramente como
un deber que hay que cumplir con la mayor paciencia posible, sino que
desarrollemos un verdadero gozo por la aventura de nuestro paso por este mundo.
Quizá una de las mayores tragedias del
materialismo es el desarrollo del aburrimiento y la pérdida de la auténtica
felicidad interna; enseña a la gente a buscar el contento y la compensación a
los padecimientos en las alegría y placeres terrenos, y éstos sólo pueden
proporcionar un olvido temporal de nuestras dificultades. Una vez empezamos a
buscar compensación a nuestras duras pruebas con las broma de un bufón a
sueldo, comenzamos un círculo vicioso. La diversión, los entretenimientos y las
frivolidades son buenos para todos nosotros, pero no cuando dependemos de ellos
persistentemente para olvidar nuestros reveses. Las diversiones mundanas de
cualquier clase tienen que ir aumentando de intensidad para ser eficaces, y lo
que ayer nos distraía mañana nos aburrirá. Así seguimos buscando otras y
mayores diversiones hasta que nos saciamos y ya no obtenemos alivio por esa
parte. De una forma o de otra, la dependencia de las diversiones mundanas nos
convierte a todos en Faustos, y aunque no seamos plenamente conscientes de
ello, la vida se convierte en poco más que un deber paciente, y su auténtica
sal y alegría, que debiera ser la herencia de todo niño y mantenerse a lo largo
de la vida hasta la hora postrera, se nos escapa. Hoy día se alcanza el estado
extremo en los esfuerzos científicos por rejuvenecer, por prolongar la vida
natural y aumentar los placeres sensuales con prácticas demoniacas.
El aburrimiento es el responsable de
que admitamos en nuestro ser una incidencia de la enfermedad mucho mayor de la
normal, de forma que las enfermedades asociadas con él tienden a aparecer a
edad cada vez más temprana. Esta circunstancia no se dará si conocemos la
verdad de nuestra Divinidad, nuestra misión en el mundo, y por tanto si
contamos con la alegría de obtener experiencia y de ayudar a los demás. El
antídoto del aburrimiento es interesarse
activa y vivamente por todo cuanto nos rodea, estudiar la vida durante todo el
día, aprender y aprender, y aprender de nuestros semejantes, y de los avatares
de la vida, y ver la Verdad que se oculta tras todas las cosas, perdernos en el
arte de adquirir conocimientos y experiencia, y aprovechar las oportunidades de
utilizar esta experiencia en favor de un compañero de fatigas. Así cada momento
de nuestro trabajo y de nuestro ocio nos aportará un conocimiento, un deseo de
experimentar con cosas reales, con aventuras reales y hechos que valgan la
pena, y conforme desarrollemos esa facultad, veremos que recuperamos el poder
de sacar contento de los menores incidentes, y circunstancias que hasta
entonces nos parecían mediocres y de gran monotonía, serán motivo de
investigación y de aventura. Son las cosas más sencillas de la vida -las cosas
sencillas porque están más cerca de la gran Verdad- las que nos proporcionarán
un placer más real.
La renuncia, la resignación, que nos
convierte en un mero pasajero pasivo del viaje por la vida, abre la puerta a
influencias adversas que nunca habrían tenido oportunidad de deslizarse si la
existencia cotidiana se viviera con alegría y
espíritu de aventura. Cualquiera que sea la situación de cada uno,
trabajador en una ciudad superpoblada o pastor solitario en las montañas,
tratemos de convertir la monotonía en interés, el deber aburrido en una alegre
oportunidad para experimentar, y la vida cotidiana en un intenso estudio de la
humanidad y de las leyes fundamentales del Universo. En todo lugar hay amplias
oportunidades de observar las leyes de la Creación, tanto en las montañas como
en los valles o entre nuestros hermanos los hombres. Lo primero, convirtamos la
vida en una aventura apasionante, en la que no quepa el aburrimiento, y con el
conocimiento así logrado veamos cómo armonizar nuestra mente con nuestra alma y
con la gran Unidad de la Creación de Dios.
Otra ayuda fundamental puede ser para
nosotros desechar el miedo. El miedo en realidad no cabe en el reino humano,
puesto que la Divinidad que hay dentro de nosotros, que es nosotros, es
inconquistable e inmortal, y si sólo nos diéramos cuenta de ello, nosotros,
como Hijos de Dios, no tendríamos nada que temer. En la era materialista, el
miedo aumenta naturalmente con las posesiones terrenas (ya sea del propio
cuerpo o riquezas externas), puesto que si tales cosas son nuestro mundo, al
ser tan pasajeras, tan difíciles de lograr y tan imposibles de conservar,
excepto lo que dura un suspiro, provocan en nosotros la más absoluta ansiedad,
no sea que perdamos la oportunidad de conseguirlas, y necesariamente hemos de
vivir en un estado constante de miedo, consciente o subconsciente, puesto que
en nuestro fuero interno sabemos que en cualquier momento nos pueden arrebatar
esas posesiones y que lo más que podemos conservalas es una breve vida.
En esta era, el miedo a la enfermedad
ha aumentado hasta convertirse en un gran poder de dañar, puesto que abre las
puertas a las cosas que tememos, y así éstas llegan más fácilmente. Ese miedo
es en realidad un interés egoísta, pues cuando realmente absortos en el
bienestar de los demás no tenemos tiempo de sentir aprensión ante nuestras
enfermedades personales. El miedo está actualmente desempeñando una importante
labor de intensificación de la enfermedad, y la ciencia moderna ha extendido el
reinado del terror al dar a conocer al público sus descubrimientos, que no son
más que verdades a medias. El conocimiento de las bacterias y de los distintos
gérmenes asociados con la enfermedad ha causado estragos en las mentes de miles
de personas, y debido al pánico que les ha provocado les ha hecho más
susceptibles de ataque. Mientras las formas de vida inferiores, como las
bacterias, pueden desempeñar un papel, o estar asociadas a la enfermedad
física, no constituyen en absoluto todo el problema, como se puede demostrar
científicamente o con ejemplos de la vida cotidiana. Hay un factor que la
ciencia es incapaz de explicar en el terreno físico, y es por qué algunas
personas se ven afectadas por la enfermedad mientras otras no, aunque ambas
estén expuestas a la misma posibilidad de infección. El materialismo se olvida
de que hay un factor por encima del plano físico que en el transcurso de la
vida protege o expone a cualquier individuo ante la enfermedad, de cualquier
naturaleza que sea. El miedo, con su efecto deprimente sobre nuestra
mentalidad, que causa inarmonía en nuestros cuerpos físicos y magnéticos, prepara
el camino a la invasión, y si las bacterias y las causas físicas fueran las que
única e indudablemente provocaran la enfermedad, entonces, desde luego, el
miedo estaría justificado. Pero cuando nos damos cuenta de que en las peores
epidemias sólo se ven atacados algunos de los que están expuestos a la
infección y de que, como hemos visto, la causa real de la enfermedad se
encuentra en nuestra personalidad y cae dentro de nuestro control, entonces
tenemos razones para desechar el miedo, sabiendo que el remedio está en
nosotros mismos. Podemos decir que el miedo a los agentes físicos como únicos
causantes de la enfermedad debe desaparecer de nuestras mentes, ya que esa
ansiedad nos vuelve vulnerables, y si tratamos de llevar la armonía a nuestra
personalidad, no tenemos que anticipar la enfermedad lo mismo que no debemos
temer que nos caiga un rayo o que nos aplaste un fragmento de meteoro.
Ahora consideremos el cuerpo físico.
No debemos olvidar en ningún momento que es la morada terrena del alma, en la
que habitamos una breve temporada para poder entrar en contacto con el mundo y
así adquirir experiencia y conocimiento. Sin llegar a identificarnos demasiado
con nuestros cuerpos, debemos tratarlos con respeto y cuidado para que se
mantengan sanos y duren más tiempo, a fin de que podamos realizar nuestro
trabajo. En ningún momento debemos sentir excesiva preocupación o ansiedad por
ellos, sino que tenemos que aprender a tener la menor conciencia posible de su
existencia, utilizándolos como un vehículo de nuestra alma y mente y como
esclavos de nuestra voluntad. La limpieza interna y externa es de gran
importancia. Para la limpieza externa nosotros los occidentales utilizamos agua
excesivamente caliente; ésta abre los poros y permite la admisión de suciedad.
Además, la excesiva utilización del jabón vuelve pegajosa la superficie. El
agua fresca o tibia, en forma de ducha o de baño renovado, es el método más
natural y mantiene el cuerpo más sano; sólo la cantidad de jabón necesaria para
quitar la suciedad evidente, y luego enjuagarlo con agua fresca.
La limpieza interna depende de la
dieta, y deberíamos elegir cosas limpias y completas y lo más frescas posible,
principalmente frutas naturales, verduras y frutos secos. Desde luego habría
que evitar la carne animal; primero porque provoca en el cuerpo veneno físicos; segundo porque
estimula un apetito excesivo y anormal; y tercero, porque implica crueldad con
el mundo animal. Debe tomarse mucho líquido para limpiar el cuerpo, como agua y
vinos naturales y productos derivados directamente del almacén de la
Naturaleza, evitando las bebidas destiladas, más artificiales.
El sueño no debe ser excesivo, ya que
muchos de nosotros tenemos más control sobre el cuerpo cuando estamos desiertos
que cuando dormimos. El antiguo dicho inglés “cuando llega la hora de darse la
vuelta, llega la hora de levantarse” es una excelente indicación de cuándo
levantarse.
Las ropas deben ser ligeras de peso,
tan ligeras como lo permita el calor que den; deben permitir que el aire
traspase hasta el cuerpo, y siempre que sea posible hay que exponer el cuerpo a
la luz del sol y al aire fresco. Los baños de agua y de sol son grades fuentes
de salud y vitalidad.
En todo hay que estimular la alegría,
y no debemos permitir que nos opriman la duda y la depresión, sino que debemos
recordar que eso no es propio de nosotros, pues nuestras almas sólo conocen la
dicha y la felicidad.
CAPÍTULO
VIII
Así pues, vemos que nuestra victoria
sobre la enfermedad dependerá principalmente de lo siguiente: primero, hay que
tener conciencia de la Divinidad que hay dentro de nosotros y de nuestro
consiguiente poder de superar las adversidades; segundo, hay que saber que la
causa básica de la enfermedad obedece a la falta de armonía entre la
personalidad y el alma; tercero, hay que tener la voluntad y la capacidad de
descubrir el defecto que causa semejante conflicto; y en cuarto lugar, hay que
suprimir ese defecto desarrollando la virtud contraria.
El deber del arte de la curación
consistirá en ayudarnos a alcanzar el necesario conocimiento y en
proporcionarnos los medios para superar nuestras enfermedades, y además, en
administrarnos los remedios que fortalezcan nuestros cuerpos físicos y mentales
y nos den mayores probabilidades de victoria. Entonces sí estaremos en
disposición de atacar la enfermedad en su base con esperanza de éxito. La
escuela médica del futuro no se interesará particularmente por los resultados
finales y productos de la enfermedad, ni les dará tanta importancia a las
actuales lecciones físicas, ni administrará drogas y productos químicos para
paliar los síntomas, sino que, conocedora de la verdadera causa de la
enfermedad y consciente de que los resultados físicos obvios son meramente
secundarios, concentrará sus esfuerzos en aportar esa armonía entre cuerpo,
mente y alma que conlleva el alivio y curación de la enfermedad. Y en los casos
en que se emprenda lo bastante pronto la corrección de la mente, se evitará la
enfermedad inminente.
Entre los tipos de remedios que se
utilizarán, estarán los que se obtienen de las plantas y las hierbas más
bonitas que se encuentran en la botica de la naturaleza, plantas enriquecidas
divinamente con poderes curativos para el cuerpo y la mente del hombre.
Por nuestra parte, debemos practicar
la paz, la armonía, la individualidad y la firmeza de propósito y desarrollar
progresivamente el conocimiento de que en esencia somos de origen divino, hijos
del Creador, y por tanto tenemos dentro de nosotros, esperando a que los
desarrollemos, como haremos con toda seguridad en tiempos venideros, el poder
de alcanzar la perfección. Y esta realidad crecerá en nosotros hasta que se
convierta en el rasgo más destacado de nuestra existencia. Debemos practicar
firmemente la paz, imaginando que nuestras mentes son como lagos que siempre
hay que mantener mansos, sin olas, sin siquiera arrugas que perturben su
tranquilidad, y gradualmente desarrollar ese estado de paz hasta que ningún
avatar de la vida, ninguna circunstancia, ninguna otra personalidad pueda bajo
ningún pretexto estremecer la superficie del lago o fomentar en nosotros
sentimientos de irritabilidad, depresión o duda. Nos ayudará materialmente el
aislarnos unos momentos todos los días para pensar tranquilamente en la belleza
de la paz y en los beneficios de la calma, y darnos cuenta de que no será con
prisas ni preocupaciones como más realizaremos, sino con calma, tranquilidad y
sosiego en la acción: así seremos más eficientes en todo cuanto emprendamos.
Armonizar nuestra conducta en esta vida de acuerdo con los deseos de nuestra
propia alma, y permanecer en un estado de paz tal que las tribulaciones y
preocupaciones del mundo nos dejen impasibles es algo muy importante, y
lograrlo nos da esa paz que trasciende la comprensión; y aunque al principio
nos parezca ser un sueño fuera de nuestro alcance, con paciencia y
perseverancia estará al alcance de todos nosotros.
No se nos pide en absoluto que seamos
santos o mártires o personas de renombre; a casi todos nosotros se nos reservan
trabajos menos vistosos; pero se espera de todos nosotros que entendamos las
alegrías y las aventuras de la vida y que cumplamos con agrado la parcela de
trabajo particular que la Divinidad nos ha reservado.
Para todos los enfermos, la paz de
espíritu y la armonía con el alma son las mayores ayudas para la curación. La
medicina y enfermería del futuro prestará mucha mayor atención al desarrollo de
esto en el paciente de lo que se hace hoy cuando, incapaces de juzgar los
progresos de un caso más que por medios científicos materialistas, pensamos más
en tomar la temperatura con frecuencia y en prestar otras atenciones que
interrumpen, más que promueven, el descanso tranquilo y la relajación del
cuerpo y de la mente que tan esenciales son para la curación. No cabe duda de
que al aparecer los menores síntomas del mal, en cualquier caso, si logramos
estar unas horas completamente relajados y en armonía con nuestro Ser Superior,
se abortará la enfermedad. En esos momentos, lo que necesitamos es una fracción
de esa calma simbolizada con la entrada de Cristo en la barca durante la
tormenta en el lago de Galilea, cuando ordenó: “Paz, cálmate.”
Nuestra visión de la vida depende de
lo cerca que se encuentre la personalidad del alma. Cuanto más íntima sea la
unión, mayor será la armonía y la paz, y más claramente brillará la luz de la
Verdad y la radiante felicidad que pertenece a los más elevados ámbitos; éstas
nos mantendrán firmes y sin desmayar ante las dificultades y terrores del
mundo, pues tienen su base en la Verdad Eterna de Dios. El conocimiento de la Verdad
también nos da la certeza de que, por trágicos que parezcan los acontecimientos
del mundo, forman una mera etapa temporal en la evolución del hombre; y que
incluso la enfermedad es en sí beneficiosa y obra bajo el imperio de ciertas
leyes destinadas a producir un bien final con la presión que ejercen sobre
nosotros impulsándonos hacia la perfección. Aquellos que saben esto no pueden
verse afectados, ni deprimidos, ni desconsolados por esos acontecimientos que
tanto pesan sobre los demás, y toda incertidumbre, miedo y desesperanza
desaparecen para siempre. Con sólo que podamos estar en comunión constante con
nuestra Alma, nuestro Padre celestial, el mundo será un lugar de alegría y
nadie podrá ejercer sobre nosotros una influencia adversa.
No se nos permite ver la magnitud de
nuestra Divinidad, ni darnos cuenta del alcance de nuestro destino, ni del
glorioso futuro que se abre ante nosotros; pues si así fuera, la vida no sería
una prueba y no comportaría esfuerzo, ni mérito. Nuestra virtud consiste en que
nos olvidemos en gran medida de todas esas cosas hermosas y, sin embargo,
tengamos fe y ánimo para vivir bien y enfrentarnos con las dificultades
terrenas. Sin embargo, por comunicación con nuestro Ser Superior, podemos
mantener esa armonía que nos permite superar toda la oposición del mundo y
caminar por el recto camino de nuestro Destino, sin que nos desvíen de él malas
influencias.
Luego debemos desarrollar la
individualidad y liberarnos de todas las influencias del mundo, para que,
obedeciendo únicamente los dictados de nuestra alma, y sin dejarnos conmover
por las circunstancias o por otras personas, nos convirtamos en nuestros
propios amos, gobernando el timón de nuestro barco por los encrespados mares de
la vida sin abandonar la barra de la rectitud y sin dejar el timón del barco en
manos ajenas. Tenemos que conquistar nuestra libertad absoluta y completamente,
de forma que cuanto hagamos, todas y cada una de nuestras acciones -incluso
todos y cada uno de nuestros pensamientos-, tenga su origen en nosotros mismos,
permitiéndonos de ese modo vivir y darnos libremente por decisión nuestra, y
sólo nuestra.
Nuestra mayor dificultad en este
sentido estriba seguramente en nuestros allegados en esta época en la que el
miedo a la convención y a los falsos modelos de vida y de deber se nos
presentan de modo tan atractivo. Pero debemos enaltecer nuestro ánimo, que a muchos puede bastarnos para
enfrentarnos con las cosas aparentemente más importantes de la vida, pero que
nos fallará con las pruebas más íntima. Tenemos que poder determinar
impersonalmente lo bueno y lo malo y actuar sin miedo en presencia de un
familiar o de un amigo. ¡Cuántos de nosotros son héroes en el mundo externo y
cobardes en casa! Por sutiles que sean los medios que tratan de apartarnos de
cumplir nuestro destino, el pretexto del amor y del efecto, o un equivocado
sentido del deber, métodos que nos esclavizan y nos mantienen prisioneros de
los deseos y exigencias de los demás, debemos rechazarlos suavemente. La voz de
nuestra alma, y sólo esa voz, habrá e indicarnos cuál es nuestro deber, sin que
nos absorban los demás. Hay que desarrollar el máximo la individualidad, y
tenemos que aprender a andar por la vida sin fiarnos más que de nuestra alma
como consejera y auxiliadora, aprender a coger nuestra libertad con las dos
manos y sumergirnos en el mundo para adquirir todas las partículas posibles de
conocimiento y de experiencia.
Al mismo tiempo tenemos que estar en
guardia para permitir que cada uno ejerza su liberad, sin esperar nada de los
demás, sino, al contrario, estando siempre dispuestos a tender una mano para
ayudarles en los momentos de necesidad y de dificultad. Así, toda personalidad
con que nos encontremos en esta vida, ya sea madre, marido, hijo, desconocido o
amigo, se convierte en compañero de viaje, y cualquiera de ellos puede ser más
grande o más pequeño que nosotros en cuanto a desarrollo espiritual; pero todos
somos miembros de una gran comunidad embarcados en el mismo viaje y con la
misma meta gloriosa al final.
Debemos ser firmes en la determinación
de vencer, resueltos en nuestra voluntad para alcanzar la cima de la montaña;
no nos detengamos a mirar con pesar las caidas del caminar. Ninguna gran
ascensión se ha hecho nunca sin tropiezos ni caidas, y hay que considerarlos
como experiencia que nos ayudarán a tropezar menos en el futuro. Ningún
pensamiento sobre errores pasados debe deprimirnos; ya han pasado y terminaron,
y el conocimiento así adquirido nos
ayudará a evitar repetirlos. Debemos apresurar firmemente el paso avanzado, sin
pensar y sin volver la vista atrás, pues el pasado de incluso hace una hora ya
está atrás, y el glorioso futuro con su resplandeciente luz siempre está
delante de nosotros. Hay que desechar cualquier miedo; no debería existir nunca
en la mente humana, y sólo es posible cuando perdemos de vista a la Divinidad.
Es algo extraño a nosotros porque, como Hijos del Creador, Chispas de la Vida
Divina, somos invencibles, indestructibles, inconquistables. La enfermedad es
aparentemente cruel porque es el castigo de los malos pensamientos y de las
malas acciones que fueron crueldad para otros. De ahí la necesidad de
desarrollar el amor y la hermandad en nuestras naturalezas hasta el máximo, ya
que así la crueldad será imposible en el futuro.
El desarrollo del Amor nos lleva a
darnos cuenta de la Unidad, de la verdad de que todos y cada uno de nosotros
pertenecemos a Una Gran Creación.
La causa de todas nuestras
tribulaciones es el egoísmo y el aislamiento, y éstos desaparecen en cuanto
pasan a formar parte de nuestras naturalezas el Amor y el conocimiento de la
gran Unidad. El Universo es Dios hecho objetivo; al nacer el Universo, renace
Dios; cuando perece, Dios evoluciona aún más. Así ocurre con el hombre; su
cuerpo es él externalizado, es una manifestación objetiva de su naturaleza
interna; es la expresión de sí mismo, la materialización de las cualidades de
su conciencia.
En nuestra civilización occidental,
tenemos el ejemplo glorioso, el gran modelo de perfección y las enseñanzas de
Cristo para guiarnos. Actúa para nosotros como mediador entre nuestra
personalidad y nuestra alma. Su misión en la tierra consiste en enseñarnos a
obtener armonía y comunión con nuestro Ser Superior, con Nuestro Padre que está
en los cielos, y por tanto a obtener la perfección de acuerdo con la Voluntad
del Gran Creador de todas las cosas.
Eso mismo enseñó el Señor Buda y otros
grandes maestros que de vez en cuando bajaron a la tierra a indicar a los
hombres el camino de la perfección. No hay atajo para la humanidad. Hay que
conocer la verdad, y el hombre debe unirse con el esquema de Amor infinito de
su Creador.
Y así llegaremos, hermanos, al
glorioso resplandor del conocimiento de nuestra Divinidad. Empecemos a trabajar
firme y verazmente para cumplir el Gran Designio de ser felices y comunicar la
felicidad, uniéndonos a esa gran Hermandad cuya existencia y razón de ser
consiste en obedecer la voluntad de su Dios, y cuya mayor dicha se encuentra en
el servicio de sus hermanos menores.
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